Hace unas semanas, durante una ruta ciclista, plantamos la tienda de campaña en el jardín de una pareja, en el centro de Escocia. La anfitriona nos condujo hasta la finca de un vecino, a las afueras del pueblo. Tras atravesar la puerta de la verja (carente de pestillo ni cerrojo), encontramos un magnífico jardín cultivado durante 15 años. Todo un paraíso para los sentidos, más de dos hectáreas con 2000 arbustos de 2 variedades de arándanos rodeados por frutales de pepita, gallinas, compostadoras, etc. La ferviente creencia del jardinero, un médico actualmente jubilado, en las propiedades nutricionales de los arándanos los convirtió en los reyes del jardín. Aquellos frutos de la familia de las ericáceas habían sido producidos siguiendo las normas de la agricultura ecológica y su verja estaba abierta a todo vecino/a que tuviera dos de las R menos conocidas del Residuo Cero: un rato y un recipiente reutilizado. El propietario consumía una ínfima parte, vendía alguna caja, pero la inmensa mayoría de la cosecha de arándanos era regalada a quien le dedicara el tiempo necesario para escogerlos y recolectarlos. Aquella tarde llenamos cuatro pequeños envases y al día siguiente, al cerrar nuestras alforjas, la anfitriona nos regaló uno de ellos, con sus frutos bien frescos. Qué manjar para el paladar, cuando dejas de pedalear y sabes que te esperan esas pequeñas bayas.
De igual manera, en Barcelona existe un grupo de vecinos que recolectan naranjas cultivadas en su calle (como arbolado urbano) y elaboran mermelada colectiva, tal y como citan Sampietro, Somovilla, Herreros y Bayo en el magnífico libro La ciudad comestible (Walrus Books, 2018).
Este mismo patrón de “frutos comunitarios” se repite en el último ejemplo que quería compartir, el de un viajero de mediana edad del tren Barcelona-Lleida, con un tono de voz tan alto que desistí de continuar con mi lectura y opté por escuchar su historia: el supuesto barítono había ido a visitar a un par de amigos a su pueblo de 5 habitantes empadronados (aunque su población crece sustancialmente en verano). Una vez allí le llevaron al pequeño huerto trasero de la casa del vecino más longevo, un caballero de 94 años que con orgullo aún cultiva sus verduras y hortalizas. Tenía un par de ciruelos con los frutos en su punto óptimo de maduración, algunos incluso habían empezado a caer. Aquel barítono y sus dos amigos recolectaron hasta cinco cubos de ciruelas, que traspasaron a una carretilla. Coincidiendo con el crepúsculo de la tarde veraniega (y su maravillosa luz), pasaron puerta tras puerta por todas las casas del pequeño pueblo ofreciendo ciruelas de producción ecológica, km0, mano de obra voluntaria y sin coste alguno. Después de asegurar que no probó ni una ciruela confesó que había disfrutado de lo lindo repartiendo la cosecha al más puro estilo Santa Claus, únicamente le faltaba la barba…